Menu
header photo

Templo Dragón

Templo Disidente de la Tradición Nativista Correlliana, de la Religión Wicca; en el Mundo Entero

Laberintos

Alegorías del viaje iniciático, rutas de peregrinación en miniatura, periplos hacia los rincones más oscuros del alma humana... los laberintos han fascinado a la humanidad desde hace siglos.
La leyenda clásica nos remite a un ser mitad toro mitad hombre encerrado en un peculiar calabozo. Sin embargo, el origen de los laberintos modernos tiene que ver más con la frivolidad.
En una ocasión Poseidón, el dios griego de los océanos, obsequió a Minos, rey de la isla de Creta, un imponente toro blanco. No era un regalo desinteresado, pues lo que Poseidón esperaba era que el monarca oficiara con el hermoso animal un sacrificio en su honor. Minos, sin embargo, se encaprichó con el toro y decidió faltar al deseo del dios. Colérico, Poseidón hechizó a la esposa del rey, Pasífae, quien se enamoró perdidamente del toro. Tal es así que la reina y la bestia consumaron ese amor, fruto del cual Pasífae engendró a un monstruo, mitad humano mitad toro: el Minotauro. Humillado, Minos recurrió a Dédalo, su mejor arquitecto, para edificar un palacio inaccesible en el cual confinar a la bestia y evitar así que pudiera escapar, ocultándola a ojos de sus súbditos. Pero el Minotauro tenía un apetito insaciable. Así, cada luna nueva, para evitar que, hambriento, escapara de su prisión causando estragos en la isla, el rey le entregaba a un hombre para que pudiera devorarlo. Por aquel entonces Minos declaró la guerra a la ciudad de Atenas, en la que su hijo Androgeo acababa de morir asesinado. Cegado por la ira y el deseo de venganza atacó la polis que, desprevenida, no tuvo más remedio que pedir la paz. El rey accedió, pero con una condición: Atenas había de comprometerse a enviar a Creta cada nueve años a siete varones y siete doncellas que serían entregados al Minotauro. La ciudad ática no tuvo más opción que aceptar, pero obtuvo al menos un compromiso por parte de Minos: en el caso improbable de que uno de los jóvenes enviados como sacrificio lograra matar a la bestia, Atenas quedaría liberada definitivamente de tan pesada carga. En dos ocasiones los atenienses cumplieron el trágico protocolo, y a la tercera decidieron enviar a Teseo, el hijo del rey, quien confinado en la prisión del palacio del rey Minos, en espera de su turno para caer en las fauces del Minotauro, recibió una inesperada visita: Ariadna, la hija de Minos, se apiadó de él entregándole una bola de hilo que le sirviera para entrar y salir del laberinto atando un extremo en la entrada, y una espada mágica. Así, a la mañana siguiente, Teseo se adentró en el laberinto cuidándose de seguir los consejos de Ariadna, y tras un recorrido interminable llegó al fin al lugar en que se encontraba el Minotauro. Teseo venció el terror causado por la visión de la bestia, se repuso, y consiguió vencerla, quitándole la vida con la espada de Ariadna. Gracias al rollo de hilo pudo escapar, regresando para contarlo y liberando finalmente a Atenas de su condena; regresando triunfal a casa, llevando consigo a Ariadna y a su hermana Fedra.
El mito clásico:
Así concluye uno de los mitos con más arraigo en el imaginario colectivo occidental: la leyenda de Teseo y el Minotauro y del laberinto más célebre de todos los tiempos. Es probable que fueran los atenienses, empeñados en dejar manifiesta para la posteridad la escasa simpatía que sentían por los cretenses, quienes idearan el mito, muy posterior al florecimiento de la civilización Minoica (así llamada en honor a Minos), entre mediados del III y el II milenio a. C. Todas las referencias a él son muy tardías, sin embargo muchos expertos se han afanado en rastrear una base histórica intentando dar con el paradero del laberinto que habría construido Dédalo. Muchos sostienen que la intrincada disposición de estancias, patios, terrazas y pasillos en el Palacio de Cnosos, en Creta, descubierto por Arthur Evans en 1877, es el “laberinto” del que da cuenta la leyenda. Pero no faltan otras teorías que apuntan a dudosos hallazgos arqueológicos más recientes. Una cosa sí es cierta. Es en la guarida del Minotauro donde hemos de buscar la génesis del laberinto como concepto, como símbolo, como edificio propiamente dicho y como motivo iconográfico. También es allí donde encontramos el origen etimológico de la palabra, que deriva del griego labyrinthos –a saber, un lugar formado por diferentes caminos que convergen y del que es difícil salir–, la cual a su vez es una evolución de labrys, vocablo minoico que significa “hacha de doble hoja”. Y es que, en efecto, el hacha bifaz era uno de los emblemas de la cultura minoica, usada con fines ceremoniales por las sacerdotisas para oficiar sacrificios con animales, especialmente toros.
Teseo redimió a su pueblo matando al Minotauro y logrando escapar de la trampa de intrincados caminos planteada por Dédalo. Y su hazaña quedó desde la antigüedad como uno de los mitos más populares de la cultura griega. El del Minotauro es el primer laberinto icónico de la historia, pero es imposible encontrar las trazas del origen de este singular desafío arquitectónico lleno de connotaciones simbólicas. El laberinto es, en sí, una elaboración característica de la mente humana, y es por ello un fenómeno universal, atemporal y sin fronteras. El laberinto cretense es el prototipo del llamado laberinto clásico, univiario, esto es, edificado alrededor de una única vía, sin cierres en falso ni vías muertas, formado por siete circuitos delimitados por ocho paredes que delimitan el espacio central. Siete es el número de las esferas planetarias, de los días de la semana o de los días de cada una de las fases lunares. El enorme valor simbólico del número siete para los griegos (y no únicamente para ellos) está pues muy presente en el modelo del laberinto clásico. Llegar hasta el centro del mismo y volver al punto de partida recorriendo sus “calles” representa la evolución e involución del universo, así como un viaje iniciático al centro de nosotros mismos. No son, con todo, los griegos los inventores del laberinto. Su origen es incierto, pero se pueden rastrear desde el Neolítico o la Edad del Bronce los primeros esbozos esculpidos en roca o pintados sobre la superficie de vasos cerámicos. El significado de estos primitivos laberintos se nos escapa, no obstante, por completo. Y más allá de la excepcional impronta cultural del laberinto del Minotauro, convertido en un ícono enormemente longevo, muy presente en el mundo romano a través de monedas así como de frescos y mosaicos desplegados en las villas de los ciudadanos más pudientes, su historicidad (no, naturalmente la del Minotauro, sí la del laberinto propiamente dicho) es, cuando menos, dudosa.
Es en la guarida del Minotauro donde hemos de buscar la génesis del laberinto como concepto, como símbolo, como edificio propiamente dicho y como motivo iconográfico.
Los primeros laberintos:
El primer gran laberinto histórico del que conservamos testimonio se encontraba en Hawara, Egipto, en el interior del recinto que contenía la pirámide de Amenemhat III, faraón de la Dinastía XII que reinó en la segunda centuria del II milenio a. C. Sabemos de su existencia por la detallada descripción que de él transmite el historiador griego Heródoto, quien habla de una imponente estructura formada por 12 patios cubiertos, y 3,000 estancias repartidas en dos pisos con techo de piedra, cuya monumentalidad estaba a la altura de cualquiera de las grandes maravillas arquitectónicas del mundo antiguo. Aunque las excavaciones en el yacimiento de Hawara no han revelado rastro alguno del laberinto descrito por Heródoto, la exhaustiva descripción del complejo que ofrece el historiador de Halicarnaso y que asegura haber recorrido, así como la mención al mismo que hace el geógrafo griego Estrabón, subrayando igualmente la grandiosidad del complejo, invita a no desdeñarla como una mera fábula. Por ello, aun a falta de una constatación arqueológica, el de Hawara es el primer laberinto físico del que con cierto grado de seguridad tenemos noticia.
Por otro lado, Plinio el Viejo, quien vivió en el siglo I, menciona en su Historia natural algunos grandes laberintos del mundo antiguo, “las obras más extraordinarias en que los hombres han gastado su dinero”. Con estas palabras los describía el naturalista romano y cita el de Heracleópolis, en Egipto, con 3,600 años de antigüedad ya en tiempos de Plinio, como el más antiguo de todos y que además habría servido de modelo a Dédalo para construir el del Minotauro, el segundo en la relación del citado autor. Además, hace referencia a otros laberintos: el primero en la isla griega de Lemnos, delimitado por 150 columnas y del que, al parecer, aún quedaban trazas en su tiempo; otro en la isla de Samos y otro más en Clusium, en la tumba del ilustre general etrusco Lars Porsena, instalado en un pasadizo subterráneo. Todas estas referencias no hacen sino dejar patente la madurez del laberinto, durante el periodo clásico, como espacio simbólico y como concepto arquitectónico. Todos ellos, a tenor de lo que podemos inferir por las descripciones más o menos detalladas de que disponemos, eran de tipo univiario, es decir, siguiendo las pautas del laberinto clásico formado por siete caminos concéntricos.
A pesar de los indicios de la existencia de laberintos monumentales, el patrón laberíntico era, por encima de todo, un motivo iconográfico. En otras palabras, los laberintos, en su mayoría, no estaban concebidos para ser recorridos a pie, sino simplemente para ser transitados con los ojos, despuntando en diferentes lugares como vistosos y estimulantes motivos iconográficos. En el mundo romano son muy habituales en las casas de los patricios, representados, con frecuencia, en el suelo de la entrada, ejerciendo funciones no sólo decorativas sino también simbólicas, como elemento protector del hogar; o en el interior de las tumbas, donde pretenden desorientar y extraviar la mente de quienes osaran perturbar el sueño eterno de los muertos. Poco a poco el laberinto clásico va adquiriendo una dimensión más y más compleja, aun manteniendo su naturaleza univiaria. Los trazados son cada vez más intrincados y el alcance simbólico del mismo tiende a una creciente complejidad. En el laberinto clásico no existe la elección ni la disyuntiva de la ruta correcta y la ruta equivocada. Sólo hay un camino. El reto no es tanto llegar al centro sino enfrentarte al Minotauro, o a cualquiera que sea el desafío que el corazón del laberinto proponga.
Durante la Edad Media la retorcida disposición de los caminos del laberinto encaja a la perfección la filosofía y la naturaleza de la fe cristiana.
Convence poco el laberinto como una estructura templaria, de encuentro con la divinidad o la antítesis de ésta situada en el centro. La salida es la materialización simbólica de la muerte iniciática y la resurrección. Es, al fin y al cabo, un viaje interior. El Minotauro es una encarnación de los rincones más oscuros de nuestra mente. Esa fracción instintiva y salvaje de nuestra consciencia que tenemos que derrotar en busca de la luz.
Peregrinos y capitales:
El laberinto era y es pues mucho más que un sofisticado rompecabezas, si bien con el paso de los siglos el significado subyacente a la experiencia de recorrerlos evoluciona sustancialmente. Con todo, el modelo de laberinto clásico se propaga mucho más allá de los límites del mundo mediterráneo. En Escandinavia, muy especialmente en las zonas costeras entre Suecia y Finlandia, se han localizado restos de laberintos datables en diferentes épocas, pero abundan sobre todo los de la época vikinga. La mayoría de ellos, cuyos vericuetos e intrincados caminos están delimitados por piedras, siguen el ejemplo del laberinto clásico univiario de siete caminos concéntricos, sin embargo su interpretación simbólica ofrece diferencias significativas. Aunque no se sabe con certeza qué utilidad tenían estas estructuras, su dimensión ritual se da por supuesta; se cree que eran empleados por los pescadores nórdicos, que los recorrían antes de iniciar una nueva travesía con el fin de hacer méritos para viajar sin incidentes. Es probable que en su interior se esperara que quedaran atrapados trolls y espíritus malignos que propiciaban vientos peligrosos. Los laberintos eran pues portadores de buena fortuna y otorgaban protección a quienes los atravesaban. Pero la verdadera metamorfosis, al menos desde el punto de vista simbólico, llegó con el cristianismo. El primer laberinto medieval del que tenemos constancia se encuentra en el suelo de la Basílica de San Reparatus, en Argelia, edificada en el año 324. Se trata de una revisión del laberinto clásico en la que se sustituye el mito pagano del Minotauro por la representación de la fuerza demoniaca. La cruz pasa a ocupar un espacio privilegiado en el centro de la estructura. Durante la Edad Media europea la retorcida disposición de los caminos del laberinto encaja a la perfección la filosofía y la naturaleza de la fe cristiana. Los primeros laberintos medievales son simples ilustraciones aparecidas en lujosos manuscritos, pero poco a poco adquirirán también una dimensión física, como lugares de atención preferente en el suelo de catedrales e iglesias por toda Europa, muy especialmente en Francia. Estos imponentes laberintos de mármol, grabados sobre suelo santo, simbolizan la penitencia del peregrino, una miniaturización del peregrinaje a Tierra Santa, al alcance de muy pocos. El laberinto catedralicio era un recurso mucho más accesible para cumplir con las obligaciones del peregrino mediante un breve viaje metafórico que era un acto de devoción y purificación del alma. No se trata de laberintos tridimensionales, pero sí se ofrecen como un enigma y acertijo al penitente, y es probable que el confesor absolviera de pecados menores o mayores a aquellas personas para las que viajar a Jerusalén era un imposible, mediante un paseo de rodillas en actitud orante. De todos los laberintos medievales el más célebre es sin duda el de la catedral de Chartres, el único que al día de hoy aún se conserva en su lugar original. Tiene 16 metros de diámetro y 264 de recorrido repartidos a lo largo de 11 círculos concéntricos que se disponen a lo largo y ancho de la nave central del templo. El diámetro del laberinto es idéntico al diámetro del rosetón de la fachada principal, ajustándose así con precisión a la proporcionada geometría de la catedral. En la época el laberinto de Chartres era conocido como El Camino de Jerusalén o La Legua, esto último porque en recorrerlo se tardaba aproximadamente lo mismo que se tarda en recorrer una legua. Chartres ofrece así el mejor ejemplo de peregrinación en miniatura de toda la cristiandad, representando los mil obstáculos y padecimientos necesarios para alcanzar Jerusalén.
Jardines trampa:
Al evocar la imagen de un laberinto rara vez recurrimos a la de un trazado univiario clásico o medieval, al meandro de siete círculos concéntricos de Creta o de Chartres. Más bien nos viene a la mente lo que Umberto Eco denomina laberintos manieristas o, más complejos aún pues todas las calles pueden estar conectadas entre sí, de tipo Rizoma, compuestos por una gran cantidad de caminos alternativos la mayoría de los cuales llevan a una vía muerta. Son los laberintos espectaculares, ajardinados, en los que de nada sirve un rollo de hilo y en los que sólo existe un camino de entrada y salida a elegir entre otros muchos que llevan a ninguna parte. Este tipo de laberintos, de trazado infinitamente más complejo, es muy posterior. Los primeros aparecen en forma de jardín en la Inglaterra del siglo XII y su propósito original no era otro que ofrecer a los amantes un nido de amor seguro y apartado de los ojos de los curiosos. Poco a poco el modelo se extendió, casi siempre en forma de jardín, por toda Europa. Hablamos de un modelo de laberinto ya despojado de toda su simbología religioso/mitológica; un laberinto civil con un carácter eminentemente lúdico que consolida su popularidad especialmente en los siglos XVI y XVII y que durante este periodo se petrifica. Los jardines laberínticos siguen siendo la norma pero cada vez más el uso de la piedra se extiende en su construcción siguiendo el ejemplo de los laberintos paganos escandinavos medievales. Es frecuente en estos laberintos manieristas, convertidos en un ícono estético con el paso de los siglos, encontrarse en el camino con fuentes, estatuas y obstáculos decorando patrones cada vez más vistosos y espectaculares. Inglaterra, donde curiosamente nunca arraigó la tradición del laberinto-iglesia, es el epicentro de esta nueva corriente, y en siglos sucesivos, con el auge del colonialismo, la tradición se extenderá desde el norte de Europa por todo el mundo coincidiendo con la expansión de las grandes potencias europeas por otros continentes. En esta época aparecen los primeros tratados dedicados a las técnicas de construcción de laberintos, y de ella datan los ejemplos más célebres y característicos, como el laberinto de Luis XIV en Versalles, que incluía 39 fuentes monumentales representando las fábulas de Esopo, o el de Hampton Court, erigido en 1690 y que trascenderá como el laberinto manierista (lo que en inglés se conoce como un maze) por excelencia. Desde entonces el laberinto es lo que hoy en día: un enigma, un desafío, un ícono popular y, naturalmente, una diversión. Al fin y al cabo son una formidable metáfora de la vida, la eterna búsqueda del camino correcto, chocando contra mil obstáculos, superándolos, y rectificando decisiones equivocadas hasta que, finalmente, conseguimos fijar el rumbo correcto.

Go Back

Comment